París, je t’aime
París es como tener una ilusión y poder vivirla. Cuando llego ya tengo nostalgia porque no quiero abandonar sus calles nunca. Y en París hasta parece que no estamos a una llamada de distancia del mundo. Es como la felicidad, pero que dura más que un suspiro y no todo es batalla ni final ni renuncia ni oscuridad, es un bolero, un encuentro, un amor furtivo recordado con cariño, un paseo por el Sena, comer cosas ricas, es el tiempo recobrado de Proust, Le Procope, Le Marais, subir andando a lo más alto de la Torre Eiffel, darse besos apasionadamente, los chocolates de Maxim’s, brindar por las cosas pequeñas, hacer el amor sin que pasen las horas, caminar por Le jardin des Tuileries un día de lluvia, el olor de los libros antiguos y las boutiques de Avenue Montaigne, un reencuentro sin despedida. Ver Opera desde el mirador de Lafayette, las crepes de Le Fouquet’s, dejar un mensaje anónimo en Shakespeare & Co, las noches de gin tonic en el Buddha-Bar, las comidas judías en Chez Mariano y los postres con sabor a Tel-Aviv en Murciano Patisserie, una Orangina frente al Pompidou, esconderme en Passage des Panoramas, Ladurée Paris Royale, los petit pan de pistachos, chocolate y almendras en una calle cualquiera cerca de Panteón, té moruno en el Marché des Enfants Rouges, mis exposiciones en el Carrousel del Louvre, con la energía cercana de la Victoria alada de Samotracia.

París es un día de picnic frente a Notre Dame y ahí hasta cambio el cava por el Champagne. En verano, helados de muchos sabores, pasear por Barrio Latino, abrir los brazos y acariciar con las dos manos La Rue du Chat-qui-Pêche, releer «Carne y Piedra» frente a la Fontaine Saint-Michel, visitar la librería TASCHEN y abrazar sus libros gigantes, volver a una perfumería sin nombre en Odeon para oler ese perfume de vainilla de intensidad perfecta. Recorrer el Boulevard Barbès hasta Pigalle y perderme sin remordimientos. Ir a una estación de tren cualquiera, ver a las gentes que van y vienen, y hasta coger un tren sin pensar dónde y acabar en Saint-Malo, Mont-Saint-Michel o bajo el sol de Aix-en-Provence. El pan de higos de Les Philosophes, las meriendas en Les Deux Magots. Despedir el año con bandejas de ostras y mariscos. París presume de lo que sí tiene. Lo vulgar no existe. Los deseos se despiertan y la euforia por la vida no acaba nunca, apasionada y romántica.
Elijo Paris cuando huyo, cuando todo no va bien. También elijo París cuando me encuentro, cuando todo sí va bien. Elijo París antes que la fama, que la gloria, que la riqueza, que el poder, que el amor, que la amistad, que la compañía. Incluso antes que el arte. En París no hacen falta las palabras. Y todo existe, es real. París no hay que soñarlo porque se deja tocar y sentir, y hasta merece un “te quiero” desde dentro, desde el alma, un “te quiero” ideal, perfecto, eterno, definitivo y en todos los idiomas, incluso en esos idiomas de la imaginación que los humanos aún no hemos inventado.